4 de junio de 1925


4 DE JUNIO DE 1925

MATANZA OFCINA SALITRERA LA CORUÑA

-“La administracipon de Arturo Alessandri había sido advertida de una revolución que comenzarpia en 1925, en los puertos de nuestro país.La respuesta del gobierno a las manifestaciones de los salitreros serpia brutal. Por orden del Ministro de Defensa Carlos Ibáñez, se despacharon dos regimientos al norte. El 6 de junio la Oficina L aCoruña fue bombardeada. La prensa habló de 2 mil muertos, el gobierno de 800”. (Especial Que Pasa, nov 1999, pág. 18)

-Soldados del Ejército, utilizando cañones, masacran a los trabajadores de la Oficina Salitrera La Coruña. Son asesinados alrededor de 2.500 pampinos. Gobierna Arturo Alessandri Palma. (www.pcchile.cl)

-En la Oficina Salitrera La Coruña, el Ejército emplea cañones y los cuerpos son lanzados al mar. Más de 2.000 muertos y decenas heridos. (www.archivo-chile.cl)

-Represión costó más de 600 muertos (“Chile, Crónica de un Asedio”, Luis Heinecke Scott, 1992)

La matanza de la Coruña

(Publicado el 28 Marzo, 2008 por Hernán Montecinos Por: Rolando Alvarez Vallejos, Licenciado en Historia, Investigador (Instituto De Ciencias Alejandro Lipschutz), Fuente: www.ical.cl)

“Baldón eterno para las fieras masacradoras sin compasión: queden manchadas con sangre obrera como un estigma de maldición” Francisco Pezoa “Canto a la Pampa”

Tradicionalmente en la historia de Chile, el año 1925 marca una fecha verdaderamente “fundacional” : el fin del régimen “Parlamentario” y el inicio del

“Presidencial”. De acuerdo a esto, Chile, gracias a la aprobación de una nueva Carta Fundamental, comenzaba a recorrer un período histórico en donde nuevos actores sociales se incorporaban al quehacer político nacional y, por otro lado, el desarrollo económico se aprontaba a dar un giro radical. Se dejaban atrás casi cuatro décadas en las cuales quienes realmente gobernaban eran los partidos políticos de la elite oligárquica. 1925 entonces, habría sido un año de satisfacciones para los desposeídos, para los hasta entonces siempre olvidados. Nuevas leyes, especialmente dirigidas a los trabajadores, anunciaban un futuro promisorio y preñado de esperanzas. Sin embargo…

En los primeros días de junio de 1925, una ola de rumores recorría la pampa salitrera del Norte Grande, que pasaba por Iquique y Antofagasta, hasta llegar a Santiago. Los trabajadores organizados y la opinión pública en general, se preguntaban acerca de lo que estaría ocurriendo al interior de la pampa de Tarapacá. En ella, los trabajadores palpaban con su propia sangre los límites de los cambios institucionales que Chile vivía en aquella época. En efecto, a pesar de las leyes y las declaraciones de buenas intenciones de dos golpes militares ocurridos en menos de año, en la zona del cantón del Alto de San Antonio -en plena pampa tarapaqueña- transcurría una de las peores matanzas obreras de la historia de Chile. Pasaría a la memoria histórica como la matanza de “La Coruña”, nombre de la oficina donde se desencadenaron los aciagos sucesos.

Las investigaciones históricas acerca del movimiento obrero chileno cuentan con numerosos precursores y destacados exponentes. Los nombres de Marcelo Segall, Hernán Ramírez Necochea, Julio César Jobet, Jorge Barría y Luis Vitale, son inevitables a la hora de refererirnos a la historia social de Chile. Empero, por las “necesidades” ideológicas del período en el cual desarrollaron su quehacer histórico, en un contexto de un fuerte debate dentro de la izquierda chilena acerca de las “vías” para obtener la emancipación de la “clase trabajadora”, las investigaciones de carácter más monográfico sobre alguna coyuntura particular de la historia del movimiento obrero, no abundaban. Además, la excesiva sobreideologización de la tarea del historiador -entendida dentro de lo que Gramsci llamó “intelectuales orgánicos-”, impedía un tratamiento más riguroso de las temáticas, optándose, en la mayoría de los casos, por la opción de que los hechos históricos se ajustaran al “modelo” o paradigma que se postulaba.

Estas observaciones son las que llaman nuestra atención sobre la coyuntura que vivió el obrero del salitre en el año 1925. Al revisar algunos autores clásicos, como los ya nombrados Ramírez, Jobet, Barría y Vitale (1) o, desde otras perspectivas historiográficas, como Ricardo Donoso o Crisóstomo Pizarro (2), no encontramos muchas luces que ayuden a comprender que fue lo que pasó aquel año 1925 en Tarapacá. No sin una importante dosis de paradoja, ha sido el historiador conservador Gonzalo Vial, dentro de una obra de mucho mayor alcance, quien ha abordado con mayor detenimiento y detalle los sucesos de “La Coruña” (3). A partir de lo que ya se ha escrito, este artículo monográfico sobre la matanza de “La Coruña” tiene como objetivo fundamental examinar las razones que provocaron la radicalización del conflicto social en el país, contexto primordial para comprender la masacre en el norte. Las preguntas fundamentales que están detrás de esta investigación dicen relación con el por qué se produjo esta matanza, es decir, qué particulares características tuvo la coyuntura de 1925, que dio pábulo para la ocurrencia de eventos tan graves como los de “La Coruña” (4). A la hora de buscar responsables, indagar respecto hasta qué punto la culpa del origen de la matanza es atribuible al propio movimiento popular, tal y como lo insinúa Vial, o a una elite dominante refractaria frente a las demandas obreras, como lo plantean los mencionados “clásicos” de la historia social de Chile. Para contestar esta pregunta, será necesario adentrarnos en los protagonistas del movimiento popular en la pampa salitrera de la época, cuáles eran sus discursos y cómo era su comportamiento en la realidad concreta. En el fondo, cuál era el verdadero carácter del movimiento popular pampino y como su realidad se vinculaba con la de los trabajadores organizados a nivel nacional. Por otro lado, será necesario examinar la postura del bloque en el poder y las diferencias que resquebrajaban su hegemonía (5). Arrancando de aquí, inquirir hasta qué punto la política del Partido Comunista en el período -en tanto principal promotor de la agitación en la pampa- promovió el camino a la agudización del conflicto de clases, que culminaría con la matanza de “La Coruña”. Según la autoridad de la época, los conflictos con los pampinos eran obra de “agitadores” profesionales, adiestrados por los comunistas y/o peruanos. Obviamente, las organizaciones populares negaban estos cargos, apuntando sus dedos acusadores a la ineficiencia y el olvido de la autoridad provincial y nacional.

Desde nuestra perspectiva, la matanza ocurrida en la pampa de Tarapacá en la primera semana de junio de 1925, vino a mostrar cuál era el verdadero carácter tanto del movimiento “reformista” representado por la oficialidad joven de las fuerzas armadas como por Arturo Alessandri, constituyéndose además un adelanto de lo que vendría bajo la dictadura de Carlos Ibáñez. En este contexto de reforma limitada, el Partido Comunista –no sin ciertos reparos y contradicciones internas- buscó participar de estas “reformas”, llevándolas a la práctica de inmediato, “estirando” en demasía los límites tolerados por el sistema.

De esta manera, un régimen que fundaba nuevas bases hegemónicas en medio de importantes diferencias al interior del bloque en el poder, no tuvo mayores problemas para utilizar y legitimar un fuerte accionar represivo contra la “barbarie” comunista, visualizado como un enemigo mucho más peligroso de lo que verdaderamente representaba. En otras palabras, la crisis hegemónica del bloque en el poder, permite comprender la violenta reacción del bloque dominante frente a la ola huelguística que estremeció a la pampa en el invierno de 1925.

La matanza de “La Coruña” se desencadena, en definitiva, por la agudización del conflicto social en el Norte Grande, que lleva a una radicalización de un determinado segmento de la FOCH y del PC regional, cuyo accionar concreto va más allá que la política oficial del partido, en la práctica moderada. Por su parte, empleando hábilmente el recurso del temor a la revolución “roja”, la clase dominante aprovecha la coyuntura generada en Tarapacá para consolidar el disciplinamiento no solo del proletariado pampino, sino que también de la clase trabajadora a nivel nacional.

1- 1925, CRISIS ESTATAL Y REPRESION

En términos generales, definiremos la coyuntura de 1925 como de intensificación del conflicto de clases, en el marco de reacomodos hegemónicos dentro del bloque en el poder. En efecto, la crisis política, económica y social que vivía Chile, indicaba la necesidad cada vez mayor de llevar a cabo cambios dentro del modelo de dominación. Esta es la característica esencial de la coyuntura, la cual se cierra con el declive del movimiento popular y la consolidación, en base a modificaciones político-económicas, del bloque en el poder. El verano de 1925 resultó ser particularmente convulsionado desde el punto de vista político. La Junta de Gobierno conformada por los generales Juan Pablo Benett, Luis Altamirano y el almirante Francisco Neff, fue derrocada por la oficialidad jóven del ejército, acaudillada por los entonces coroneles Carlos Ibánez y Marmaduke Grove (6). El golpe se producía a raíz de lo que la oficialidad llamaba la “traición” de los principios de la “Revolución” del 5 de septiembre de 1924 (7). En aquella fecha, las fuerzas armadas habían culminado de manifestar su descontento contra el orden oligárquico, al exigir la aprobación de las leyes sociales que el Parlamento -sede natural de la oligarquía aristocrática- había negado al Presidente Arturo Alessandri Palma. Este último, en medio de la agitación castrense y viéndose superado en su rol conductor por ésta, se ve obligado a marchar al exilio bajo la figura legal de un “permiso” por seis meses.

A poco andar, la Junta de Gobierno -que debía sanear la vida pública del país- mostró sus innegables simpatías por la Unión Nacional, ala más conservadora del espectro político de la época. La Junta Militar, conformada al calor de los acontecimientos de septiembre por la oficialidad joven de las fuerzas armadas, prontamente se opuso al rumbo “restaurador” que había tomado la Junta de Gobierno, enfrentándose dos visiones castrenses sobre cómo resolver la crisis socio-política que el país vivía (8). Una, asociada al Alto Mando, que veía con recelos los impulsos del movimiento popular y de sectores reformistas del bloque dominante: y otra, vinculada a la oficialidad joven, convencida de la necesidad de realizar cambios en los planos políticos, económicos y sociales para preservar el orden dominante. Fue este último sector el que dio el golpe del 23 de enero de 1925, hecho político clave, que marcó sustancialmente los acontecimientos por venir. Sus promesas de cambio fueron en un primer momento creídas por la FOCH -a la sazón la principal organización obrera del país – la que apoyó explícitamente el movimiento (9). El diario JUSTICIA, perteneciente al Partido Comunista (PC) y a la vez órgano central de la Federación Obrera de Chile (FOCH), declaraba “que el movimiento revolucionario que ayer derrumbó a la Junta de Gobierno…compromete todas nuestras simpatías, por cuanto está destinado a reafirmar los principios en que se basó la revolución del 5 (de septiembre de 1924) y persigue las finalidades que son aspiraciones hondamente sentidas por la masa obrera del país…convocar a una asamblea constituyente que de nuevas bases a la República…” (10). En el mismo JUSTICIA, pero del 27 de enero, su director, el dirigente comunista Salvador Barra Woll, brindaba su total apoyo a la Junta Revolucionaria que, según él, los llevaba “en camino de la revolución social”. Estos planteamientos revelaban por parte del PC y la FOCH un elemento importante: la importancia que se le asignaba a los cambios institucionales, y por ende, a la posibilidad de participar en órganos “burgueses”, de acuerdo a la terminología de la época. No se encuentran en estos planteamientos llamados a aprovechar el momento para dar un golpe de fuerza del proletariado o algún otra intentona de tipo “putschista”. Estamos en presencia de un movimiento obrero cuyo accionar concreto contenía un arraigado pragmatismo político, más allá de sus declaraciones de principios y discursos revolucionarios.

Con el golpe del 23 de enero se consolidaba la opción reformista dentro del bloque en el poder, con lo cual el régimen oligárquico-parlamentario llegaba a su definitivo fin. La oposición que entre un segmento del bloque en el poder habían despertado las leyes sociales aprobadas en septiembre de 1924 bajo el impulso de la “Revolución” (11), retrocedió, aceptando -al menos formalmente- las nuevas relaciones establecidas por la ley entre el capital y el trabajo (12).

La tarea política más importante a la que se abocó el nuevo gobierno fue preparar el retorno al país de Arturo Alessandri, lo que se concretó a fines de marzo de 1925. La idea de fortalecer el reformismo ganaba impulsos con la vuelta de “El León” de Tarapacá, quien debería encabezar la composición de la Asamblea Constituyente que daría al país una nueva Carta Fundamental. Desde el retorno de Alessandri, éste tópico sería el gran tema que animaría el debate político nacional.

Finalmente, tras una serie de preparativos, que incluyó la conformación de una Comisión Consultiva (abril de 1925) -cuya composición comprendió desde comunistas hasta conservadores- que se pronunció sobre el proyecto de reforma constitucional, se logró el necesario consenso entre las distintas fuerzas políticas para aprobar la nueva constitución.

En todo caso, frente al estancamiento de las discusiones en el seno de la comisión, la presión castrense fue básica para lograr el ansiado “consenso” entre las partes (13). La nueva constitución, plebiscitada favorablemente para el gobierno el 30 de agosto de 1925, tendría innegables consecuencias sobre el desarrollo político chileno en los próximos cuarenta años. Según algunos autores, “al fortalecer la Presidencia, la Constitución de 1925 alentó el populismo y puso fin a la República Parlamentaria” (14). Aprobada la Constitución, la presión de Ibáñez sobre Arturo Alessandri se hizo insostenible, produciéndose la renuncia del entonces Presidente (30 de octubre), y las elecciones en donde triunfaría un personaje decorativo de la estrategia política de Ibáñez, Emiliano Figueroa. Se abría una nueva coyuntura que sólo se cerraría con la renuncia de Figueroa y el triunfo de Ibáñez en unas nuevas elecciones llevadas a cabo en 1927 (15).

Estos cambios institucionales se produjeron en medio de una fuerte depresión económica.

En efecto, a pesar que a partir de 1923 y 1924, la recuperación de la economía mundial se notó en Chile (16), los acontecimientos políticos de aquellos años incidieron en la génesis. de la crisis social que llegó a su máxima expresión en la matanza de “La Coruña”. Además, en 1925 se desarrolló una fuerte crisis salitrera, lo que completó una negativa coyuntura económica hacia el año 1925.

Por un lado, los gastos del Estado se elevaron considerablemente en 1925, en comparación a los años anteriores: de 94 mil pesos y fracción en los años 1923 y 1924, a 127 mil pesos y fracción en 1925, tendencia que seguiría en alza el año siguiente. De acuerdo a Gonzalo Vial, este aumento en el gasto fiscal se debía a la necesidad de financiar las leyes sociales y al aumento de remuneraciones del sector público (incluidos, por cierto, los uniformados). Otro factor que vino a desestabilizar la economía aquel año, fue una galopante inflación. El circulante aumentó en 1923 un 23% en comparación a 1919, un 34% en 1924 y 57% en 1925. El encarecimiento del costo de la vida que esta situación produjo, se reflejó especialmente en los comestibles nacionales y el transporte, con un 30% de alza. Por esta razón el constante aumento de los precios -con la consiguiente pérdida de poder adquisitivo de los salarios- fue uno de los principales aspectos por el que protestaba el movimiento obrero durante este período.

Finalmente, la crisis salitrera vino a profundizar aún más una agobiante situación económica. En efecto, la producción de 1925 fue 300.000 toneladas inferior a la del año anterior, tendencia que solo se detuvo en 1927, cuando aparentemente se recuperaba la producción. Las organizaciones asalariadas, como la FOCH, culpaban de esta crisis, en última instancia, a la Asociación de Productores del Salitre, ente monopólico que reunía a los salitreros ingleses y alemanes, como W.R.Grace, Gibbs, Gildemeister, Sloman, entre otros. Frente a la caída de los precios del salitre a nivel mundial, los precios fijados monopólicamente por la Asociación, no reflejaban este dato, manteniéndose obstinadamente altos (17).

En este contexto, el 2 de julio de 1925 llegó al país la misión de Edwin Walter Kemmerer, destacado economista norteamericano, cuyas propuestas modernizaron importantes aspectos de la vida económica del país (18). Estas políticas se enmarcaban dentro de un proceso de más largo aliento, en donde desde 1921 (19) se le estaba entregando al Estado nuevos roles -al menos teóricamente en un principio- sobre la economía. Los primeros síntomas de un cambio de funciones del Estado -hacia 1925- se hacían indesmentibles.

En esta coyuntura de crisis política y económica, de modificaciones de la vida institucional del país y de un Estado preocupado por la cuestión social, se podría pensar en una mayor tolerancia a las movilizaciones de trabajadores. Sin embargo, ocurrió justamente el proceso contrario. En efecto, la política represiva de las autoridades habla de un ajuste interno dentro del bloque en el poder, quien -de alguna nu otra manera- sentía amenazada su hegemonía. La modernización del Estado -realizado de la mano de los militares e importantes sectores de la clase media- mostraba el triunfo de los sectores reformistas dentro del bloque dominante, conscientes de la necesidad de adaptar el modelo de dominación frente a un movimiento obrero relativamente poderoso.

En este punto nos parece necesario detenernos en un aspecto fundamental. Algunos autores han descrito la década de los años veinte de manera apocalíptica, en donde la oligarquía parlamentaria se veía seriamente amenazada por “una clase dominada (que) aspiraba a una revolución socialista, (la que) era considerada una necesidad inmediata para reemplazar un sistema absoluto por un orden socialista” (20). Por otra parte, otros autores han enfatizado que en la década de los veinte, se enfrentaron dos fracciones opuestas del bloque dominante, a saber, la oligarquía terrateniente por un lado versus la burguesía industrial y las clases medias por otro (21).

El primer punto -acerca del carácter del movimiento obrero en los años veinte, y específicamente en la coyuntura de 1925- nos parece abiertamente erróneo. Si bien el discurso de la FOCH -máximo organismo de los trabajadores organizados- contenía alusiones revolucionarias y atacaba al sistema de dominación desde los “clásicos” del marxismo (incluyendo por cierto a los bolcheviques, como Lenin, Bujarin, Trotsky y Zinoviev), su comportamiento era, en términos generales, muy distinto. En efecto, tanto el PC como la FOCH, mostraron un acentuado interés por participar en los cambios institucionales del país. Ya lo veíamos a propósito de la “Revolución” del 5 de septiembre y del movimiento del 23 de enero. Además, ya revisaremos sus posturas frente a la elaboración de la nueva constitución, las diversas elecciones de 1925 (el plebiscito, la presidencial y las parlamentarias), en todas las cuales participó, a pesar de la fuerte represión del sistema, que abiertamente intentó, en determinado momento -como en la pampa en junio de 1925- exterminarlos. Frente a estos intentos, no hubo militarización de las organizaciones obreras o llamados a desconocer la institucionalidad. Se volvería una y otra vez a intentar incorporarse al sistema, siendo justamente esto último lo que ocurriría.

El cambio dentro del bloque en el poder, en donde se abría un espacio a las pujantes clases medias, no significaba un antagonismo al interior del bloque, sino más bien un reacomodo de éste frente al desarrollo de nuevos fenómenos políticos, económicos y sociales. En este sentido, no es posible hablar de enfrentamiento al interior del bloque dominante, debido al carácter integrado, cohesionado de éste (22).

Teniendo en cuenta este factor, es claro que hacia 1925, el bloque en el poder no hacía frente a un enemigo que de verdad le estuviera disputando su dominación hegemónica, más allá de la propagación del mito de la amenaza comunista y la llegada de los soviets. Era más bien un movimiento laboral que pedía justicia social, bienestar material, más que revolución socialista. En definitiva, no se visualizaba aún una vocación de poder por parte de los trabajadores, por lo que sus demandas y sus movilizaciones eran esencialmente de tipo económica y de mejoramiento de las condiciones de trabajo. Los acontecimientos de 1925, tanto en Santiago como en el Norte Grande, así lo vinieron a demostrar. Tras su inicial respaldo al movimiento castrense del 23 de enero, el movimiento popular comenzó a exigir el retorno de Arturo Alessandri a la Primera Magistratura de la nación: “El domingo 25 de enero a las 10 de la mañana, una gran asamblea de delegados proletarios de la Federación Obrera y de 14 sociedades o agrupaciones libres, a las que se agregaban una nutrida concurrencia de personas destacadas del campo obrero y de los estudiantes, se reunió en un modesto local…acordando apoyar incondicional y decididamente la revolución sobre la base del regreso de Alessandri y la convocación de una Asamblea Constituyente” (23). Tres días después -28 de enero- se constituía el Comité Nacional Obrero, integrado por organizaciones tales como la FOCH, la IWW (central obrera de orientación anarcosindicalista), los gremios autónomos, la FECH, y la Unión de Empleados de Chile.

Sus conclusiones señalaban en primer lugar, la necesidad de convocar a la Asamblea Constituyente antes de la llegada de Arturo Alessandri (24). Firmaban la declaración, entre otros, los destacados dirigentes comunistas Salvador Barra Woll y Manuel Hidalgo Plaza.

Entre los acuerdos de esta reunión, estuvo el convocar a una Asamblea de Intelectuales y Obreros. Esta se llevó a cabo entre los días 8 y 11 de marzo, es decir, pocos días después de ser declarado el Estado de sitio en Santiago, Valparaíso y Aconcagua (1 de marzo). (25)

Asimismo, y siguiendo por la senda de la lucha político reivindicativa dentro de los márgenes que ofrecía el sistema, la FOCH y el PC luchaban por extender el derecho a sufragio a los más amplios sectores, solicitando al gobierno facilidades para las inscripciones electorales.

Este fue el caso de lo ocurrido en el Norte Grande. En una petición del PC de Antofagasta, firmada por Pedro Reyes, secretario general del partido en la provincia y director del diario antofagastino EL COMUNISTA (de propiedad del PC y la FOCH, al igual que JUSTICIA), se pedía la reforma de la ley de elecciones, para que las inscripciones no se realizaran sólo en Antofagasta, sino que también al interior de la pampa. Además, se pedía que durante las elecciones se constituyeran mesas receptoras de sufragios en la pampa misma. Reyes fundamentaba su solicitud diciendo: “la clase trabajadora acusada constantemente de “revolucionaria” y “subversiva”, quiere demostrar a los dirigentes de este país, que desea luchar legalmente” (26). Esta postura era perfectamente concordante con las orientaciones políticas que venían de Santiago y compatibilizaba con actividades legales, como la participación en la Comisión Consultiva. Unos meses después, esto se volvió a ratificar cuando los fochistas y comunistas insistieron en la vía institucional, apoyando al candidato de la USRACH (27) (José Santos Salas) en las elecciones de octubre y presentando sus propios candidatos en las elecciones parlamentarias de principios de diciembre de 1925, en donde obtuvo algunos triunfos importantes, especialmente en la zona del Norte Grande, eligiendo diputados a Pedro Reyes, José Santos Córdova, Manuel Hidalgo y senador por Tarapacá a Juan Luis Carmona (28). Estos hechos venían a mostrar claramente cuál era la opción política de los comunistas en la coyuntura, la que privilegiaba los métodos de lucha institucionales por sobre los insurreccionales.

2.-1925 EN LA PAMPA: POR LA RUTA DE LA LUCHA REIVINDICATIVA

La coyuntura de 1925 en el Norte Grande es posible seccionarla claramente en antes y después de la masacre de “Coruña” (ese era el nombre oficial de la oficina, sin la anteposición del artículo “La”). El período antes de la masacre -especialmente desde abril- estuvo preñado de lo que la prensa de la época denominaba como “grandes movimientos huelguísticos”, concentrados mayoritariamente en las oficinas salitreras.

Luego de los sucesos del 3 de junio y los días subsiguientes, producto de los altos niveles de represión, el movimiento obrero entró en una etapa de lo que podríamos denominar “hibernación”, que sólo se terminó de cerrar con las elecciones parlamentarias de diciembre, en donde resultaron electos como parlamentarios representantes de los trabajadores organizados.

Para entender los orígenes de la masacre y los grados de responsabilidad política que tuvieron los protagonistas de ella, es necesario considerar algunas variables como el accionar político de la FOCH y del PC en la región; la postura del andamiaje estatal –tanto a nivel nacional como provincial- frente a las huelgas y, tras ámbas, la crisis salitrera que se cernía como un fantasma cada vez más real y concreto. Al igual que en el resto del país, los trabajadores de Tarapacá y Antofagasta recibieron con júbilo y esperanza el golpe militar del 23 de enero. Pero tal y como había ocurrido con el golpe del 5 de septiembre del año anterior, la desilusión por la no llegada de los ansiados cambios, cundió al poco tiempo. En un artículo publicado en JUSTICIA -firmado por Lucas Froment- se reconoce este proceso de “ilusión-desilusión” ocurrido con ambos movimientos castrenses. Puntualmente sobre el segundo golpe -el de la “oficialidad joven”- “las declaraciones de santos propósitos de bien público, comprometieron la adhesión del proletariado hacia la suerte de la nueva revolución. ! Los hombres que insisten de este modo en tan elevados fines no merecían la desconfianza de las masas !…el proletariado unió su suerte a la de la juventud militar” (29). En este mismo sentido, el ya nombrado Pedro Reyes, reconocía no sólo el apoyo verbal al nuevo gobierno, sino que “la franca colaboración y ayuda (de los comunistas) al Intendente Acevedo (de Antofagasta), al coronel Cash (intendente subrogante de Tarapacá) y al inspector regional del trabajo” (30).

Teniendo en cuenta que los comunistas eran lejos la primera fuerza sindical en el Norte Grande (31), no es erróneo homologar las políticas de la FOCH con las del PC. Es más, los principales dirigentes de la FOCH que irán apareciendo en el relato, eran todos militantes comunistas. Son los casos por ejemplo de Salvador Ocampo y Luis Víctor Cruz, presidente de la Junta Provincial de la FOCH en Antofagasta y máximo dirigente nacional de ésta, respectivamente.

Este período de colaboración, que posteriormente sería parte de una fuerte autocrítica al interior de la FOCH y del PC, acabaría pronto, pero el quiebre total entre el gobierno local y estas organizaciones, sólo se produjo tras la masacre de junio. En todo caso, este apoyo inicial de los comunistas a los militares del 23 de enero, representaba el respaldo a lo que ellos representaban, a saber, la vuelta de Arturo Alessandri, Asamblea Constituyente y aplicación concreta de las leyes sociales aprobadas en septiembre de 1924.

Estas posturas de la FOCH y del PC resultan particularmente esclarecedoras acerca de cuáles eran las orientaciones generales de sus respectivas líneas políticas. En el fondo, estas organizaciones luchaban por reivindicaciones gremiales (fundamentalmente económicas) y una ampliación del modelo político, sin plantear -en términos del accionar político cotidiano- una alternativa real de poder. Es decir, tanto la FOCH como el PC, a pesar de sus discursos más o menos ardientemente revolucionarios, según sea el caso, sostuvieron políticas de reformas “avanzadas”, que pugnaban por incorporarse activamente al debate político nacional, para lo cual se hacía necesario moderación en el plano interno. Ciertamente esto no significaba que no se alentaran huelgas u otro tipo de movilizaciones sociales, sino que el punto era que dichos movimientos, en última instancia, carecían de un contenido político-ideológico arraigado, ya que la práctica demostraba -como veremos en seguida- que eran posible solucionarlos en la mesa de negociaciones, sin necesidad de cuestionar en profundidad el sistema de dominación .

Durante los meses previos a la masacre de 1925, la necesidad de una Asamblea Constituyente era central para el PC y la FOCH. Alfredo Montecinos, dirigente comunista, calificaba a ésta como la “aspiración suprema del pueblo”, y que las fuerzas armadas habían hecho una “promesa solemne” para llevarla a cabo. En este sentido, no deja de ser llamativa la esperanza puesta en las fuerzas armadas como agente de cambios en favor de los trabajadores. Frente a una supuesta posibilidad de que la oligarquía política reabriera el Congreso sin haber efectuado la Constituyente previamente, “el Ejército, protagonista de los movimientos revolucionarios, velando por su prestigio y buen nombre, debe ponerse…al lado de sus hermanos los trabajadores…exigiendo una Constitución funcional” (32).

Como se señaló más arriba, finalmente no hubo Asamblea Constituyente, sino que una Comisión Consultiva designada por Alessandri y los militares. De un total de 121 integrantes, habían sólo siete comunistas, que significaba alrededor de un 5% del total. La gran mayoría representaba a los partidos tradicionales (conservadores, liberales, radicales, etc), “independientes” y militares (33). A pesar de la evidente esterilidad de su permanencia en la llamada “Constituyente chica”, los comunistas -en ese momento- reivindicaron su labor en ella (34).

En el Norte Grande, la FOCH y el PC se jugaban por el cambio a través de las vías institucionales. Una de las “tareas” importantes era la de las inscripciones electorales, acorde con las demandas del PC de Antofagasta sobre la materia. Esta demanda comunista había surgido tras el movimiento del 5 de septiembre de 1924, lo que revela la rápida decisión del PC de ocupar los espacios de la “democracia burguesa”. En efecto, a fines de noviembre de 1924, la Convención comunista de Tarapacá (es decir, “la vanguardia del proletariado nacional”, según el dirigente comunista Salvador Barra Woll) (35), pedía a la Junta de Gobierno que “se instalen mesas inscriptoras de ciudadanos en la pampa…i (también) mesas receptoras de sufrajios (debido a) los grandes inconvenientes con que tropezamos los obreros para inscribirnos en los rejistros electorales” (36).

Salvador Barra Woll también destacaba la importancia de la lucha por las modificaciones de las leyes electorales, a pesar de advertir que “no se piense por un solo instante que los sindicalistas-comunistas ciframos esperanza alguna, de cualquier liberación para el proletariado (por medio) de una ley electoral”. La justificación de promover las inscripciones electorales, pasaba por alusiones sobre la “necesidad de implantar (en Chile) la dictadura del proletariado” y para que los obreros se “desengañaran” de la democracia burguesa (37). De esta manera, en términos prácticos, el PC comenzaba una campaña a fondo para preparar sus futuras participaciones en eventos electorales, destinada a aumentar los inscritos provenientes de los sectores más desposeídos, donde el PC tenía una probable fuente de electores. Más allá de las justificaciones y afiebrados discursos de Barra Woll, ese era el trasfondo último de la postura del PC frente al problema de las inscripciones electorales.

Revelando la existencia de ciertos matices políticos al interior del PC (y que se reproducían en la FOCH), que se hacían públicos a través de la prensa partidaria -algo impensable en el futuro PC estalinista de unos pocos años después- el diario antofagastino EL COMUNISTA en su página editorial, era más directo para definir la línea política del PC y la FOCH en la coyuntura: “el frente único, debidamente organizado y disciplinado, nos llevará al Poder sin que se derrame ni una gota de sangre proletaria, sin contratiempo alguno, dando fiel cumplimiento a las leyes burguesas (que no nos han beneficiado) por nuestra misma indiferencia, por el poco empeño que hemos puesto en sacar de ellas beneficios” (38). Las evidentes contradicciones entre esta postura y la de Barra Woll en Santiago, sin embargo, no representa un impedimento para estar de acuerdo en la temática de fondo: la justeza de participar en los procesos electorales. Las divergencias internas dentro del PC eran algo corriente en esta época. Aún no estamos en presencia de un partido “bolchevizado”, con una estructura orgánica leninista. El PC se organizaba en asambleas – no en células- lo que daba posibilidades para un amplio debate interno y la presencia de liderazgos de corte caudillistas. Este tema es importante tenerlo claro, porque va a ser, de acuerdo a nuestra óptica, fundamental a la hora de comprender la génesis del movimiento de corte insurreccional que culminó con la masacre de 1925 en la Pampa de Tarapacá.

Del tema de la Asamblea Constituyente y de las inscripciones electorales, se desprenden importantes conclusiones. Primero, la vocación de la FOCH y del PC por dar la lucha política ocupando todos los espacios legales. Aquí no caben dos interpretaciones, ya que ambas organizaciones -especialmente el PC, por el carácter político de estas demandas- se emplearon a fondo por esta estrategia. Segundo, las notables diferencias que en muchas ocasiones se daban entre el discurso político por un lado, y la praxis, por otro. En efecto, si hiciéramos sólo una exégesis de la prensa comunista de la época, nos llevaríamos una impresión equivocada acerca del carácter de la lucha social de la época. La realidad indica que los niveles de ideologización de las movilizaciones obreras (al menos en el caso de los obreros del salitre), no eran tan elevadas como algunos autores lo han señalado.

En este sentido Justo Zamora (39), obrero del salitre y militante de la FOCH en esta época, nos señala que “ellos (los dirigentes comunistas y fochistas de Tarapacá) tenían una posición diferente. El problema era que se mirara el punto de vista gremial no más, de tipo reivindicativo. Entonces, nada de cosas de presentar que podíamos tomar el poder…la lucha era económica, no se hablaba casi de tomar el poder, todavía no había eso…”.

Otro gran tema presente en la coyuntura previa a la masacre, era el de las leyes sociales.

De estas, las que mayor impacto y controversia provocaron en la pampa fueron la 4054, sobre seguro obrero, enfermedad e invalidez y la 4057, referida a la creación de sindicatos legales. James Morris, en su obra ya citada, plantea, de manera general, la problemática que significó para la FOCH (y el PC) la legislación social (40). El tema era ¿se deben aceptar o no?.

Al igual que en el caso de las inscripciones electorales, las diferencias internas dentro del PC eran públicas. Por un lado, al menos hasta mediados de 1925, la dirección del PC en Santiago era partidaria de rechazarlas. Elías Lafferte explicaba las razones de esta postura arguyendo que su aceptación “equivalía a una domesticación del movimiento obrero, y nosotros estábamos entonces…por una clase trabajadora erguida, revolucionaria, capaz de conquistar por sí misma su propio bienestar” (41).

La postura contraria era la de Luis Víctor Cruz, máximo líder de la FOCH (su cargo era de secretario de la Junta Ejecutiva del organismo) en esta época. En una conferencia dictada en Santiago, sobre “las leyes sociales y su aplicación”, Cruz exponía sus razones de por qué los trabajadores debían implementar y aprovechar las leyes sociales. A diferencia de los “reformistas” (“quienes confían que con las reformas sociales el proletariado ha de conseguir su liberación total y emanciparse de la explotación capitalista”) y de los anarquistas (“(los que) niegan absolutamente toda eficacia a las reformas sociales…creyendo que ellas son cedidas por los gobernantes en un rasgo de bondad, de piedad…como una limosna”), los “revolucionarios” (la FOCH y el PC) visualizan las reformas sociales como “el producto del proletariado, en constante desarrollo revolucionario, son el reconocimiento -por la clase capitalista- del hecho que el proletariado, agitándose, es fuerza y poder que se impone”. Por esta razón, para Cruz, las leyes sociales debían ser “aprovechadas por el proletariado para continuar haciendo fuego más certero contra la clase capitalista…” (42).

En la primavera de 1925 (es decir luego de “Coruña”), las posiciones de Cruz, avaladas por Carlos Contreras Labarca -otro destacado dirigente comunista y electo diputado por Tarapacá en las elecciones de diciembre de 1925- se impusieron en la “dirección” del PC.

Finalmente, en la Convención Nacional de la FOCH, en diciembre de 1925, se adoptó la decisión de “aprovecharse de todas las fórmulas legales de la legislación legal del Estado capitalista para luchar contra el capitalismo mismo” (43). Las tesis de Luis Víctor Cruz se habían impuesto.

Considerando las decisiones políticas del PC y la FOCH ante el retorno de Arturo Alessandri, la Asamblea Constituyente y las inscripciones electorales, la imposición al interior de estas organizaciones de la postura favorable a las leyes sociales, era coherente con una línea moderada, no abiertamente rupturista con el sistema.

De acuerdo a la versión de Justo Zamora sobre la posición de la FOCH y del PC de Tarapacá y Antofagasta frente a las leyes sociales, no hay equívocos posibles: “la “dirección” era enemiga de la ley sindical y de la ley de seguro obrero -lo que era un error- pero los compañeros de Iquique, la directiva regional de ahí, se “fueron”, no le hicieron caso a la dirección central y empezaron a trabajar para participar en los sindicatos legales”.

Hay una serie de antecedentes que nos llevan a considerar exacta esta versión. Por ejemplo en EL COMUNISTA del 29 de marzo de 1925 (varios meses antes de que las posiciones de Cruz se impusieran en la “dirección”), se publicaba el texto completo de la ley sobre organización del Sindicato Industrial. A su lado, un artículo titulado “Algo debe decirse”, en el que se recordaba a los obreros, en referencia a la promulgación de las leyes sociales, que “las conquistas alcanzadas, el mejoramiento material y moral de la clase obrera chilena…las mejoras que comienza a disfrutar la familia proletaria, que las libertades conseguidas hasta ahora, son la obra de los federados y los comunistas”. La connotación positiva de la nueva legislación es evidente, más aún cuando se reafirma que “ahora- no a dormirse sobre los laureles, no a envanecerse con la victoria- sino que a seguir batallando…”. La postura de la FOCH y PC pampino se aprecia también en su participación en el Primer Congreso de Trabajadores de Tarapacá, realizado en abril de 1926. Si bien era otro momento, en donde ya se había impuesto la línea de Cruz y Contreras Labarca sobre el tema de las leyes sociales, el entusiasmo por participar en un evento en que -a pesar de puntualizaciones y proposiciones varias para “perfeccionar” esta legislación- se partía de la premisa de los beneficios que reportaban a los trabajadores las nuevas leyes, es indicador de una evaluación positiva de los efectos de estas leyes para el movimiento popular del Norte Grande (44). La participación fochista/comunista en este Congreso se reconoce por el nombre del conocido dirigente pampino Braulio León Peña, quien había sido detenido por el gobierno tras la masacre de “Coruña” y relegado al sur del país. Su nombre aparecía simbólicamente incluido en la Comisión Ejecutiva del I Congreso de Trabajadores de Tarapacá, ya que se encontraba exiliado en el momento en que este torneo se realizaba.

El último antecedente que ratifica la postura partidaria de las leyes sociales en la FOCH y el PC del Norte Grande, lo encontramos en las intervenciones en 1926 de Pedro Reyes, en su calidad de diputado por Antofagasta, en la cámara baja. En un discurso cuyo contexto general era la denuncia de la represión patronal y policial contra los trabajadores del salitre, Reyes reconocía que la autoridad estatal había querido beneficiar a los obreros legalizando la actividad sindical (los sindicatos legales eran denominados “sindicatos industriales”). Coincidiendo con el testimonio de Justo Zamora, Reyes reconoce que el PC y la FOCH de Tarapacá y Antofagasta, antes de los sucesos de “Coruña”, se había abocado a la creación de los “sindicatos industriales”. En efecto, recordando la ola represiva luego de ocurrida la masacre, Reyes decía que con ella “se expulsó, sin consideración de ninguna clase, a todos los miembros de los directorios de los sindicatos del salitre a pretexto de que eran comunistas, a pesar de que la misma ley les daba cierta inmunidad” (45). Reyes se quejaba frente a la inconsecuencia de la autoridad ante un movimiento obrero que no pedía “sino el cumplimiento estricto de las leyes sociales; el respeto por las disposiciones de la Constitución Política que resguardan los derechos del trabajador…” (46).

De acuerdo a este conjunto de antecedentes, es posible configurar un cuadro de la actividad sindical de la FOCH nortina antes de la masacre, enfocada fundamentalmente a dos frentes: uno político (lucha por las inscripciones al interior de la pampa, y a nivel más nacional, la batalla por una nueva Constitución) y otro sindical (las nunca resueltas reivindicaciones económicas y sociales hechas a las compañías salitreras). Si bien las denuncias y reclamos realizadas a través de la prensa partidaria eran periódicas y en no pocas ocasiones de grueso calibre, no existía una postura revolucionaria a ultranza. Tal vez, como dice Gonzalo Vial en su ya citada obra, aún habían ocultas esperanzas redentoras frente a la figura de Arturo Alessandri, muy disminuida por las fuertes presiones castrenses. Nos parece importante recalcar este punto: no había una noción explícita de que era necesario -como tarea inmediata- la toma del poder para resolver las demandas obreras.

El tercer vértice de la coyuntura previa a la masacre fue la existencia de una indesmentible crisis de la actividad salitrera, cuestión que públicamente se debatía en los más diversos sectores, desde la FOCH, pasando por el gobierno y las fracciones hegemónicas, llegando hasta las mismísimas compañías.

El punto de arranque de este debate era el reconocimiento de todos lo sectores acerca de la gravedad de la situación del salitre debido a la cada vez más incisiva competencia del ázoe sintético. El senador Aurelio Núñez Morgado -que defendía las posturas de los salitreros en la Cámara Alta- resumía esta situación analizando los porcentajes del salitre chileno en la producción mundial de ázoe: si en 1913 había sido de un 54,7%, en 1919 -recién terminada la Primera Guerra Mundial- había descendido a un 30,7%, en 1922 a un 23,9%, recuperándose en 1925 con un 32,8%, cifra que no alcanzaba para recobrar el antiguo sitial monopólico del salitre chileno (47).

Si bien esta constatación era compartida, la responsabilidad de su agudización como las medidas más adecuadas para paliarla, encontraban posturas radicalmente opuestas entre los salitreros y los obreros.

En un marco de acentuada agitación social de los trabajadores salitreros, el Presidente de la Asociación de Productores de Salitre -y también presidente de la Compañía Salitrera El Loa- Jorge H. Jones, resumía la opinión de los salitreros. Frente a los progresos tecnológicos de la industria de salitre sintético y a las medidas proteccionistas de gobiernos como el de Alemania, que desincentivaban el consumo de salitre natural, los miembros de la Asociación hacían frente a una serie de situaciones catalogadas como “adversas”, a saber, el encarecimiento de los costos de producción producto de la aplicación de la legislación social, el espiral inflacionario, que conducía al alza de salarios y la disminución del consumo (48). Esta era la razón fundamental por la que la industria salitrera se había visto en la obligación de comenzar a cerrar una serie de oficinas. Hacia abril de 1925, de 149 que existían, solo se encontraban funcionando 70.

Las medidas propuestas por la Asociación pretendían intensificar la propaganda comercial y, por otro, hacer esfuerzos sostenidos por mantener una política de precios competitivos, es decir, bajos. Para esto, llamaban a un doble sacrificio, tanto de productores como del Estado chileno, los primeros sacrificando parte de sus utilidades y el segundo -y aquí el fondo de su propuesta- disminuyendo los derechos de aduana, “para aliviar así a la industria de un gravámen que representa cerca de un 60 por ciento de utilidades y que es imposible de soportar en la actualidad” (49).

En este sentido, a fines de mayo de 1925, la Asociación hacía la siguiente propuesta concreta al gobierno: “reducir en un penique el derecho de exportación por cada dos peniques en que se reduzcan los precios actuales”, comprometiéndose los productores a “rebajar desde el 1 de junio (de 1925) próximo el precio del salitre en Europa y Estados Unidos en el doble de lo que el Fisco rebaje el derecho de exportación” (50). El gobierno de modo paralelo a las proposiciones de la Asociación, había constituido una Comisión para estudiar las fórmulas más viables de resolución de la crisis. Ante el planteamiento de la Asociación, esta Comisión se apuró en adelantar sus conclusiones, especialmente para hacerse cargo de la petición de rebaja de los derechos de exportación hecha por los salitreros. La principal resolución de la Comisión fue la de rechazar la propuesta de rebajar el impuesto de aduana (51). Si bien se reconocía la imperiosa necesidad de rebajar los costos de producción del salitre, el gobierno -por medio de la Comisión- no se mostraba dispuesto a disminuir parte importante de sus ingresos fiscales.

Sin embargo, matizando un tanto su opinión, la Comisión se mostraba partidaria de modificar el impuesto unitario a la producción salitrera, “ya que es desigual e inequitativo, atendidos los diversos costos de elaboración de las oficinas salitreras, cuyos terrenos son de distinta calidades y condiciones…influyendo (el impuesto unitario) en la desvalorización de los terrenos salitrales de baja ley y en la paralización de muchas oficinas que no pueden soportar el impuesto” (52). Además, se recomendaba al Gobierno que rebajara el precio del salitre en un penique (acogiendo parcialmente la proposición en este sentido de la Asociación, que como veíamos, pedía dos peniques), cubriendo esta rebaja con el remate paulatino de terrenos salitrales. De esta manera, vemos cómo el gobierno, con grados importantes de autonomía frente a la poderosa Asociación de productores, intentaba salvar la crisis salitrera de la manera menos perjudicial posible para el fisco. En todo caso, la Asociación se conducía con un criterio similar, ya que de acogerse su petición de rebajas arancelarias, dejaba de pagar la astronómica cifra de 80 millones de pesos (53). Una vez conocida la parcial acogida de sus peticiones -que en realidad no alcanzaban el fondo de lo deseado por ellos-, el gerente general de la Asociación, Germán Santander, enviaba una desmoralizada misiva al Ministro del Interior (54). Se quejaba Santander que en otras regiones de la Tierra, los gobiernos apoyaban a los productores de ázoe en busca de mejorar sus ventajas comparativas, mientras que en Chile, “el salitre no ha encontrado…hasta el día de hoy, un apoyo gubernamental que guarde relación con la importancia que significa para la economía nacional el comercio floreciente del salitre”.

Frente a las medidas adoptadas por el gobierno, Santander -a nombre de la Asociación- volvía a solicitar subvención estatal, renunciando a la baja de impuestos, pero pidiendo ayuda para cubrir el área de propaganda y de experimentación científica. En efecto, Santander explicaba que para poder cubrir los impuestos fiscales, deberían dejar de lado las inversiones en estas áreas, “lo que sería una verdadera desgracia para el porvenir de la industria”, según reconocía el preocupado portavoz de los salitreros. Sin embargo, el gobierno insistiría por la línea de la búsqueda de nuevas tecnologías, ciertamente muy influido por la llegada de la firma norteamericana Guggenheim, que revolucionaba la industria salitrera dejando atrás el antiguo método “shanks” (55).

En resumen, en el año 1925 había plena conciencia acerca de las dimensiones de la crisis del salitre. Sin embargo, tanto los productores como el gobierno no podían o no querían reconocer el tema de fondo, es decir, la crisis del salitre era terminal, y que el ázoe sintético terminaría por derrotar inevitablemente al salitre natural del Norte Grande. Para los trabajadores, resultaba especialmente crítica la posición abiertamente hostil de los salitreros hacia la nueva legislación social, sindicada por éstos últimos como uno de los factores responsables de la agudización de la crisis. En este sentido, la postura de los pampinos apuntaba sus dedos acusadores en contra de las políticas de la Asociación, señalándola como la gran responsable de la crisis. Para la FOCH la cuestión era clara: la Asociación de Productores de Salitre debía ser disuelta por el Gobierno, por constituir una entidadmonopólica. Si se pretendía rebajar el precio de venta del salitre para de ese modo poder competir con el ázoe sintético, se tenía que establecer la libre competencia. Se acusaba a la Asociación de sostener precios artificialmente altos: “El único medio para aumentar las ventas de nitrato, consiste en la libre competencia; si se perdió el mercado en Alemania, Japón, etc., fue por el abusivo valor fijado al nitrato por la Asociación….lo que trajo la prosperidad del salitre artificial” (56). Así mismo la FOCH y el PC la acusaban de que a pesar de estar cerrando oficinas, seguía trayendo “enganches” con el objetivo de “producir la competencia del factor brazo, de los asalariados, para que estos trabajen por una piltrafada (sic) y en las condiciones que los amos quieran” (57). Con esta política, la Asociación aseguraba una sobreoferta de mano de obra que, tal como lo denunciaba la FOCH y el PC, permitía pagar bajos salarios. Las críticas de la FOCH y el PC eran duras hacia el gobierno de Arturo Alessandri, al que responsabilizaban de haber olvidado “los deberes de salvaguardar los intereses (del país)…no solamente permitieron la formación del trust del salitre, sino que ayudaron a presionar a muchos industriales que no deseaban ingresar a esa asociación que ha asesinado (sic) la industria, que deseaba permanecer en libertad de acción para su desarrollo” (58)

Rufino Rosas -autor de los pasajes recién citados, director del mítico diario iquiqueño fundado por Recabarren EL DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES y encarcelado por los sucesos de “Coruña”- solicitaba enmendar su error al gobierno, decretando la disolución de la “tenebrosa” y “criminal” (sic) Asociación y convocaba a la formación de un vasto movimiento nacional de obreros, empleados, pequeños industriales y comerciantes que obligara al gobierno a ponerle fin a ésta (59).

Frente a la solicitud de los salitreros hecha en mayo de 1925 sobre rebajar los impuestos, el rechazo era terminante porque, de acuerdo a la FOCH, era reconocido “que las Compañías Salitreras obtienen ganancias fabulosas” y además al disminuir las entradas aduaneras ante una eventual baja arancelaria, consideraban “que se ha de imponer una mayor contribución al pueblo, para estrujarlo más y sacar lo necesario para gastos y derroches…” (60). Por cierto que la FOCH y el PC no sólo se quedaban en el ámbito de la crítica. Para rebajar los costos de producción, los “medios químicos o mecánicos” deberían ser implementados por los salitreros. Además, se debía mantener “latente una amplia propaganda del salitre por todo el mundo, y en especial en Europa, cuyas tierras…exigen la aplicación de buenos fertilizantes” (61).

Acorde con la idea que hemos ido desarrollando en este trabajo, no encontramos en la crítica fochista-comunista a la Asociación, grandes contenidos ideológicos ni programáticos. Tanto en EL COMUNISTA de Antofagasta, como en EL DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES de Iquique o en JUSTICIA de Santiago, no es posible encontrar en la coyuntura, disquisiciones teóricas sobre el imperialismo o propuestas de fondo para resolver la crisis del salitre, como la nacionalización de las compañías extranjeras. Si bien en algún pliego de alguna remota salitrera de la pampa, podemos encontrar presente esta última demanda, no era ciertamente una posición ratificada a nivel central por la FOCH y el PC. En ninguno de sus manifiestos se encuentran estos planteamientos. Nuevamente prima la demanda economicista, mucho más gremial que política. De esta manera, siguiendo la lógica de la FOCH y el PC, la crisis del salitre se resolvería como arte de magia en base a la libre competencia de los productores (ni hablar de intervención estatal en esta esfera), y haciéndoles ver a los europeos las ventajas de contar “con buenos fertilizantes”. Nos encontramos entonces, ante un movimiento obrero fuerte en el campo de la movilización social y en capacidad de divulgar sus denuncias y demandas, pero ciertamente débil en cuánto a la elaboración teórica, lo que le impedía, en definitiva, convertirse en una real alternativa de poder frente al bloque en el poder. La ola huelguística que azotó al Norte Grande especialmente desde abril hasta los primeros días de junio de 1925, se dio en medio de este debate político (la nueva Constitución), social (las leyes sociales) y económico (la crisis del salitre), que hasta aquí hemos revisado.

Los planteamientos de la FOCH y del PC en estas materias reflejaban planteamientos y fundamentalmente accionares políticos que no rompían con la institucionalidad ni con el sistema de dominación. A pesar de las divergencias al interior del bloque dominante (expresado por ejemplo en la pugna entre el gobierno y la Asociación de Productores de Salitre sobre quién debía pagar los costos para hacer viable la producción), y de una cierta paranoia colectiva sobre la amenaza comunista (que veremos más adelante), en realidad la crisis hegemónica que existió en esta coyuntura, no estuvo ni siquiera cercana a convertirse en una revolución social. En términos leninistas, el factor “subjetivo” (el partido de la revolución) no reunía las condiciones necesarias para llevarla a cabo, y ni siquiera los trabajadores considerados “vanguardia del proletariado nacional” (los pampinos) estaban lo suficientemente radicalizados e ideologizados como para disputar, en conjunto con el resto de los trabajadores del país, la hegemonía al bloque en el poder

3.- “CORUÑA”: ITINERARIO DE UNA MASACRE.

El primer semestre de 1925 en Tarapacá y Antofagasta estuvo marcado por una casi permanente agitación social. En la sección anterior describíamos la situación política, económica y social que rodeó a las numerosas y masivas huelgas de los trabajadores del Norte Grande. En esta sección efectuaremos el largo recorrido de la lucha social obrera en demanda de mejoras laborales, y veremos que la matanza de “Coruña” no fue producto del azar o un accidente. La autoridad regional, bajo la directa autorización del Ministro de la Guerra, Carlos Ibáñez del Campo y del Presidente de la República, Arturo Alessandri Palma, aprovecharía un aislado hecho de violencia de los obreros para masacrar -en el sentido más literal de esta palabra- al movimiento obrero de Tarapacá y Antofagasta.

Hacia enero de 1925 se remontan los primeros vestigios huelguísticos. En los primeros días de ese mes, la Federación de Empleados acordaba realizar un paro de 48 horas para el 3 de febrero próximo, en protesta ante las modificaciones hechas a la ley de Empleados particulares (62).

El día 20 de aquel mes, el intendente suplente de Antofagasta, Vargas, informaba al Ministro del Interior acerca del desarrollo de una huelga de estibadores y jornaleros, que reclamaban por sus miserables condiciones de vida, bajos salarios y por la marginación de un grupo de “indeseables” estibadores a trabajos asignados por el intendente titular, Arturo Acevedo. Vargas, con aire angustiado, informaba su postura de incorporar a los “indeseables” e indemnizar al resto (63).

Semanas después, ya en febrero, el mismo intendente suplente Vargas, “rogaba” (sic) la vuelta del intendente Acevedo, puesto “que de un momento a otro puede presentarse situación mui difícil en pampa salitrera”, y advertía al gobierno que podía darse “una conflagración general dado el espiral de intransijencia que vienen demostrando los dirijentes obreros” (64).

Los temores de Vargas se vieron confirmados cuando a los pocos días después, estallaba una huelga en la oficina Eugenia, en el cantón Aguas Blancas. La solución de este conflicto pasó por la aceptación “en parte” de las peticiones salariales y una serie de concesiones laborales de parte de la autoridad a los pampinos (65).

Mientras tanto, la situación no era menos tensa en Tarapacá. El intendente Recaredo Amengual solicitaba que se aumentase el número de carabineros en Iquique, ya que su número se hacía insuficiente ante la ingente necesidad de vigilar las oficinas salitreras, “donde continuamente hay peligro de huelga i posibilidades de perturbación de carácter obrero…” (66).

En el mes de marzo ocurriría un hecho que resultaría de importancia a la hora en que las autoridades buscaran excusas para reprimir a los trabajadores. El Presidente de los Estados Unidos, Calvin Coolidge, daba a conocer a Chile y Perú su fallo arbitral sobre el conflicto territorial de Tacna y Arica. En él, Coolidge reconocía la vigencia del Tratado de Ancón y, por lo tanto, acogía la tesis chilena de realizar un plebiscito para decidir la soberanía sobre ambas ciudades (67). El resultado del fallo desencadenó una fuerte oleada de celebraciones nacionalistas o “patrióticas”, como las llamaba la prensa conservadora. En efecto, no era sólo la elite la que celebraba, sino que en pueblos pampinos como Huara, Negreiros, Pozo Almonte, Caleta Buena, Alto San Antonio, se izaban banderas chilenas y se realizaban manifestaciones populares celebrando el éxito diplomático chileno (68). La reacción peruana no se hizo esperar. El cable informaba de la realización de grandes manifestaciones patrióticas de protesta contra el fallo en Lima y Callao. Es más, circulaban rumores preocupantes, que más allá de ser ciertos o no, reflejaban la tensión diplomática que existía entre Chile y Perú en ese momento: al parecer en Lima, “las turbas destrozaron el escudo de la legación norteamericana” y, probablemente se haría “una posible elevación de protesta formal contra el fallo y…una posible abstención peruana en el plebiscito” (69).

El conflicto limítrofe con Perú, creó una fuerte oleada xenofóbica en Chile, que por cierto incluía a los peruanos, pero que se hacía extensible también a los bolivianos. Este sentimiento nacionalista fue aprovechado por el bloque dominante chileno, para acusar ahora no sólo al comunismo por las huelgas y movilizaciones obreras en la región, sino que también a supuestos agentes peruanos infiltrados, con el fin de generar problemas y divisiones entre el pueblo chileno. Es más, se tendió a mezclar al peruano con el comunista, con lo que se obtenía a un personaje antichileno por antonomasia, cuyo único y último interés era perjudicar los intereses de todos los chilenos. Fue de tal magnitud el uso de la figura del agitador peruano, que muchos artículos de la prensa obrera de la región se dedicaron a contradecir los acusaciones de las autoridades (70).

El mes de marzo marcó un compás de espera para el movimiento obrero. Durante él, se llevaron a cabo conversaciones con las nuevas autoridades llegadas tras el golpe del 23 de enero. Luis Víctor Cruz se reunía con Arturo Alessandri, explorando la posibilidad de que a través de la intervención de éste último se diera algún tipo de solución frente a la considerada “grave” situación de los obreros del salitre. Se consideraba que “si el Presidente no puede arreglar satisfactoriamente esta situación, quiere decir que los obreros quedan autorizados para echar mano de todos los recursos que estimen necesarios para defender sus vidas y el pan de ellos, de sus hijos y sus mujeres” (71). No habría que esperar mucho para conocer el resultado de estas conversaciones. Abril marcaría el inicio de la ola de huelgas en el Norte Grande.

En todo caso, antes del estallido del primer gran movimiento huelguístico del año en la pampa, en marzo las oficinas pertenecientes al cantón Huara, Rosario y Puntilla votaron la paralización de actividades ante la ola de despidos, que estaba conformando un verdadero ejército de desocupados, que se veían forzados a aceptar trabajos muy mal pagados (72). Si bien no hubo mayores informaciones acerca del destino de esta huelga, el diario JUSTICIA acusaba recibo los primeros días de abril de un telegrama, en el que se denunciaban el arbitrario proceder de las fuerzas de carabineros contra los obreros, al impedirle a los huelguistas de las oficinas de Rosario y Puntilla, hacer funcionar una olla común (73). El capitán Cristi, a cargo de la “seguridad” en Huara, a través de lo que se estimaba un abusivo accionar, había empeorado la situación en dicho cantón, ya que “otras oficinas se han visto precisadas a plegarse (a la huelga) en señal de protesta por los atropellos contra las garantías individuales y el estado de sitio que se ha impuesto de hecho, cometiéndose el crimen de no permitir a los huelguistas el mantenimiento de las ollas comunes (74). Lo más probable que esta huelga se uniera finalmente a la huelga general de la pampa, decretada a mediados de abril.

Antes de continuar, algunos alcances sobre la huelga Rosario y Puntilla. Es importante detenerse en ella, porque puede ser tomada como una especie de ensayo en pequeño de lo que vendría en junio, a saber, la demanda popular, la solidaridad de clase entre los trabajadores, la dura reacción de la autoridad y la no satisfacción real de la situación laboral de los trabajadores. Además, podemos apreciar en las demandas de los obreros tópicos tales como fin a los despidos, disolución de la Asociación de Productores, fin a los abusos y respeto a las leyes sociales, todas ellas reivindicaciones netamente gremiales, que no ponían en tela de juicio aspectos de fondo, las verdaderas raíces estructurales que generaban estas problemáticas.

En abril la radicalización social del proletariado pampino alcanzaría significativos niveles, como lo demostraría la huelga de los ferroviarios y obreros de la pampa. Este conflicto tuvo su origen en la propuesta de la Gerencia del Ferrocarril Salitrero -representada por Mr. David Buttle- de una escala de cambio para el pago de sueldos de los empleados. Esto significaba que de acuerdo a las fluctuaciones del cambio internacional, los salarios de los trabajadores subirían en porcentajes que iban desde un 10% a un 30% de “recargo”. La Asociación de Empleados del Ferrocarril Salitrero rechazó esta proposición, exigiendo a cambio alzas fijas de salarios entre un 50% y 40% (75).

Mr. Buttle se comprometió a presentar en Londres al Directorio de la Nitrate Railways Company Limited -dueña del ferrocarril salitrero- esta petición, la que fue rechazada prontamente por ésta. Ante esto, los empleados se abrieron a aceptaron “temporalmente” la propuesta de la empresa, mientras estudiaban otra fórmula de solución del conflicto. Por su parte, los obreros de la empresa, no aceptaron la respuesta de la Compañía y mantuvieron su postura inicial sobre la modalidad de alzas de sus salarios. Además, anunciaron que iniciarían una paralización de actividades desde el lunes 6 de abril (76).

El domingo 5, la prensa anunciaba con preocupación el inevitable estallido de la huelga del ferrocarril y la gestación en la pampa de un movimiento huelguístico. Se hablaba de oficinas ya paradas, aunque probablemente se trataran de Rosario y Puntilla, en huelga desde hacía ya varias semanas. Las demandas que venían desde la Pampa eran la disolución de la Asociación, respeto a las 8 horas de trabajo y un 40% de reajuste salarial (77).

El martes 7 de abril, la situación en la provincia de Tarapacá era crítica: la paralización del ferrocarril había sido total y además la temida huelga general en la pampa, se aproximaba a la realidad. En efecto, del Cantón sur -correspondiente al poblado de Alto San Antonio- las oficinas Argentina, Coruña, Vigo, San Enrique, San Pedro, Pontevedra y Barrenechea estaban paralizadas; asimismo en el poblado de Lagunas (también localizada al sur de Iquique), se unían a la huelga las oficinas La Granja, Sur, Centro y North Lagunas. Por su parte, en el Cantón norte, -correspondiente a Huara y Pozo Almonte- las oficinas Tres Marías, Mapocho, Peña Grande, San Donato, San Jorge, Maurossia y Verdugo también se habían plegado al paro. A las demandas ya nombradas, se agregaban como hechos que justificaban la huelga la solidaridad con los ferroviarios de Iquique y el reconocimiento de la FOCH en todas las oficinas (78).

Los primeros días de la huelga de los ferroviarios y de los pampinos transcurrieron sin sobresaltos y en medio de intensas e infructuosas negociaciones. En todo caso, en la pampa el movimiento al parecer iba en alza. Las noticias que llegaban de Alto San Antonio por ejemplo, informaban que se había realizado “un gran comicio (manifestación pública) en el que participaron no menos de 2500 obreros pertenecientes a todas las oficinas del Cantón”.

En el comicio se agregaban dos demandas no encontradas en otros pliegos reivindicativos: la nacionalización de las salitreras y la separación del jefe de carabineros de Huara, el tristemente célebre capitán Cristi. Este último punto, se convertiría rápidamente en una demanda de todas las oficinas en huelga (79).

Sin embargo, entre las peticiones y el actuar de los trabajadores de la pampa existía una brecha considerable. Frente a problemas internos del movimiento como eran las diferencias con los obreros marítimos anarquistas (80) y por cierto, por una línea de acción que no era nueva, el día 10 de abril (a sólo 5 días de iniciado el movimiento), el Secretario de la Junta Provincial de la FOCH, Salvador Ocampo, enviaba el siguiente telegrama al Gobierno: “Trabajadores de Tarapacá (léase pampinos y ferroviarios) piden Tribunal de Conciliación, no aceptando capitalistas esta solicitud” (81).

El Tribunal de Conciliación -o también llamado Tribunal Arbitral- era una de las creaciones incluidas en las leyes sociales aprobadas en septiembre de 1924. En estos tribunales, de acuerdo a la ley, se encontrarían representantes de los obreros y los empresarios con poderes para poner término a los conflictos que se pudiesen presentar. En este caso, Recaredo Amengual, intendente de la Provincia de Tarapacá, se había mostrado favorable, desde antes de que se iniciase la huelga, por este camino “negociado” (82).

LA FOCH argumentaba que ellos siempre habían estado dispuestos a acatar las leyes – incluyendo ciertamente el Tribunal de Conciliación- pero eran los salitreros los que no respetaban la ley, forzando el inicio del movimiento. Esto debe ser considerado real, porque como hemos visto, eran la FOCH y el PC de Tarapacá y Antofagasta particularmente receptivos a la nueva legislación social y, por otro lado, los salitreros muy opuestos a dichas leyes, a las que acusaban de elevar los costos de producción. En este momento, de álgida movilización obrera, de incertidumbre en el gobierno, los fochistas/comunistas llamaban a detener la huelga, a sentarse a negociar, a apoyar y respetar las exiguas leyes sociales que entonces existían. Aquí no había espacios para un movimiento insurreccional, partidario de la acción directa. Los anarquistas se quejaban amargamente de que la “directiva del movimiento las tomaron en casi todas partes los comunistas”, y que la conducta de los ferroviarios reflejaba que mayoritariamente eran “cobardes y apatronados” (83). Esta postura abierta al diálogo -aparentemente contradictoria con el también aparente espíritu de lucha de la “vanguardia del proletariado nacional”- se relaciona entonces por una parte, con una forma de hacer sindicalismo de la FOCH regional durante esta coyuntura, siempre abierta al diálogo y a sentarse en la mesa de negociaciones, respetuosa de los mecanismos formales y, por otra, con un movimiento no exento de problemas internos (ya mencionábamos lo que la FOCH llamó la “traición” de los marítimos, gremio controlado por los anarquistas) y por la debilidad de la huelga en la pampa. En efecto, al mediodía del miércoles 8 de abril, las oficinas North, Centro y Sur Lagunas, volvían al trabajo; el mismo día también los empleados ferroviarios, en medio de una profunda crisis de conducción de sus dirigentes (había renunciado la directiva del sindicato), también volvían a sus actividades normales. Para el jueves 9 se anunciaba el retorno a la normalidad en la oficina Maurossia (84). Es decir, aquí no existía un movimiento sólido, monolítico, homogéneo, habían, por el contrario, serios problemas para lograr la extensión y mantención de la pretendida huelga general, que en realidad, en estricto rigor, nunca se produjo.

Es más, es posible descubrir ciertas fisuras internas dentro de los mismos dirigentes que conducían la huelga. En efecto, ese miércoles 8 el Comité de Huelga Ferroviaria, tras reunirse con el Intendente Amengual, aceptaban la conformación del Tribunal de Conciliación, y más aún designaban como a sus representantes en él a los dirigentes Buenaventura Guzmán, Juan Zamora y Tolentino Frías (85). Muy probablemente fue este hecho el que precipitó el telegrama de Salvador Ocampo al gobierno, solicitando a nombre de todo el movimiento, los Tribunales de Conciliación.

Las divergencias al interior del movimiento se reflejaron en que los obreros de la pampa llegaron a una solución de su conflicto separadamente de los ferroviarios. En efecto, el intendente Amengual se mostró hábil frente a la crisis pampina, comisionando a dos militares de su confianza a negociar con los pampinos: El capitán Jorge Berguño al cantón del norte (Huara, Pozo Almonte) y el mayor Marín al cantón sur (Alto San Antonio). La consigna era “Tribunal de Conciliación para resolver los problemas de los trabajadores”. La “vanguardia del proletariado nacional” aceptaría rápidamente la propuesta, lo que, de acuerdo a las características del movimiento popular en la coyuntura, no puede en ningún caso sorprendernos (86).

De esta forma, Amengual podía informar al gobierno el 14 de abril el que los “obreros oficinas salitreras todos en trabajo…ayer se arregló dificultades oficina Constancia y (Alto) San Antonio y Zapiga (del Cantón Huara)…”. Completaba la prensa la información señalando que ese mismo día se constituiría “el Tribunal de Conciliación que ha de estudiar las peticiones de los obreros” (87). La pretendida huelga general de la pampa tocaba su fin sin la resolución concreta de ninguna de sus demandas. Todo iba a ser “estudiado”.

Luego de tres días de negociaciones, el Tribunal de Conciliación de obreros y salitreros, llegaba a feliz término. Es interesante y esclarecedor acerca del carácter del movimiento pampino, el pliego discutido en el Tribunal y los acuerdos llegados en él.

El pliego de los obreros tenía 9 puntos:

“1) Aumento de un 40% de los salarios actuales.

2) Jornadas de 8 horas de trabajo, según la ley.

3) Tiempo y medio después de las 8 horas de trabajo.

4) Doble paga el día sábado y descanso dominical.

5) En caso de huelga, despidos con un mes de anticipación y las compañías entregarán pasajes a los chilenos a cualquier parte del país y a los extranjeros, a su país natal.

6) Zona seca en las oficinas salitreras.

7) Reconocimiento de los delegados de la FOCH como interlocutores frente a futuros conflictos.

8)Libertad de reunión en los centros salitreros y libre circulación de la prensa obrera.

9) Cesación inmediata de toda hostilidad a los trabajadores” (88).

A petición de los salitreros, los puntos fueron abordados de atrás para adelante. El punto 9 y 8, total acuerdo, comprometiéndose los obreros “a que los oradores se abstendrán de usar un lenguaje injurioso e incitar a los obreros contra los patrones”. El punto 7 tampoco representó problemas, ya que los salitreros lo aceptaban ciñéndose a la ley 4057 sobre sindicatos industriales. El punto 6 también fue aceptado por los salitreros, comprometiéndose los obreros a gestionar frente al gobierno la ley seca y la supresión en la provincia de las fábricas de licores. En el punto 5 se llegó a un punto intermedio, eliminándose la alusión a los trabajadores extranjeros y cambiándose el aviso de despido de 30 a 15 días. Punto 4, aceptado por los salitreros. El punto 3, aceptado provisoriamente, estableciendo un alza de 25% a las horas extraordinarias, ya que el Gobierno estaba próximo a dictar un reglamento oficial sobre la materia. Sobre el punto 2, se aceptaba lo impuesto por la ley, es decir, la jornada de 8 horas de trabajo, sin reducir los salarios vigentes. En el punto 1 (el más complejo), los trabajadores y salitreros llegaron al acuerdo de que el alza salarial que se solicitaba quedaba comprendida en los puntos 2 y 3.

Finalmente, se dejaba establecido que el acuerdo sería transitorio y que su definitiva aprobación dependería del éxito de las gestiones de una delegación de tres obreros, que se dirigiría a la capital para exponer al Presidente Alessandri las conclusiones del Tribunal Arbitral.

Si analizamos brevemente el acuerdo logrado entre las partes, nos percataremos que los “logros” de los trabajadores consisten fundamentalmente en una puesta al día con las leyes sociales promulgadas casi 8 meses atrás. No hay ningún éxito notable de los obreros, y el alza de salarios obtenido, es francamente irrisorio, ya que se obtuvo en base a la correcta aplicación de la ley y no sobre un aumento real de las remuneraciones. Para obtener el alza, los obreros deberían seguir trabajando los sábados y domingos, sólo que ahora le pagarían como horas extras trabajo que antes era remunerado corrientemente. Las expectativas de “la vanguardia del proletariado nacional”, estaban muy lejos de aproximarse siquiera a una revolución socialista, como sostuviera Norbert Lechner en su ya citado libro. Mientras tanto, la huelga de los ferroviarios continuaba sin solución aparente. A 15 días de iniciado el movimiento, la prensa conservadora se comenzaba a inquietar: “Somos de parecer que deben movilizarse trenes a la pampa, suceda lo que suceda, pase lo que pase” (89).

Finalmente, el día 23 de abril, 18 días después de iniciada la movilización, los obreros ferroviarios aceptaban la última proposición de la empresa. Esta consistía en la aceptación de un aumento de jornales en un 30%, tomando como base el monto ganado antes de la implantación de la ley de 8 horas de trabajo. El 30% regiría sólo mientras la libra esterlina se cotizara a 42 pesos. De bajar de ese piso, el aumento sería sólo de un 20% (90).

La prensa fochista se apresuró a titular “Soberbio triunfo de los ferroviarios de Iquique”, y a hablar de que “los patrones habían accedido a todas las peticiones formuladas por los obreros” (91).

Sin embargo, es necesario relativizar el exitismo de la FOCH. Por un lado, lograron que se impusiera la jornada de 8 horas diarias de trabajo (92), pero -tal como lo decíamos para el caso de los pampinos- esto sólo significaba la aplicación de ley. No es que se desconozca el impacto de la lucha obrera, pero es bastante decidor de la fortaleza de los salitreros, que haya sido necesaria una huelga de casi tres semanas sólo para obligarlos a cumplir la ley.

Por otro lado, el alza de salario se impuso de acuerdo al criterio inicial de la Compañía, es decir, de acuerdo a las fluctuaciones de la libra esterlina en los mercados mundiales, con lo que la situación de los obreros quedaba más “amarrada” aún a coyunturas internacionales. La tesis del salario fijo planteada por los trabajadores, se había ido al tacho de la basura.

La situación en la pampa, a pesar del fin de las huelgas, no era tranquila. Poco a poco, se hizo vox populi lo insatisfactorio de los acuerdos que los representantes de los pampinos habían obtenido en el Tribunal de Conciliación. Por esta razón, el siempre diligente Recaredo Amengual disponía la presencia en la pampa de un fuerte contingente del ejército, a cargo del comandante del regimiento Carampangue, teniente-coronel Acacio Rodríguez (93), quien alrededor de un mes después, pasaría a la historia como uno de los protagonistas de la masacre. En efecto, el ejército llegaba para quedarse una larga temporada represiva. Mientras tanto, el sábado 2 de mayo se reunían los delegados de los obreros de la pampa con el Presidente Alessandri. El pliego reivindicativo, que era complementario al acuerdo llegado entre los trabajadores y la Asociación de Salitreros, tenía 6 puntos:

1- Disolución de la Asociación.

2- Ley seca en todo el país, empezando por la zona salitrera.

3- Salarios de 10 peniques por peso.

4- Uso por el Estado del ramal del Ferrocarril Longitudinal.

5- Aplicación inmediata de las leyes del Código del Trabajo en las oficinas salitreras.

6- Aviso de un mes cuando se cierre una oficina o se haga reducción de personal (94).

Arturo Alessandri, como afirmara un periódico obrero, se limitó a hacer formales promesas sobre todo lo que se pedía, con sola excepción del primer punto, onsiderado “inadmisible” por Alessandri, ya que la Asociación aseguraba al gobierno el control de la producción y una mejor lucha en las ventas contra los abonos artificiales. Finalizada la reunión, la comisión obrera declaraba que “sólo ha aceptado llevar a sus compañeros representados las explicaciones del Presidente; pero no ha aceptado la no disolución de la Asociación Salitrera” y que ante la petición del Presidente de que no haya huelgas, “hemos dicho que no las habrá siempre que no hayan abusos y se nos respeten nuestros derechos como ciudadanos. De otra manera las habrá porque no podemos renunciar a la única arma que tenemos los trabajadores para defendernos” (95). Más claro, imposible. La agitación obrera en la pampa estaba lejos de acabarse.

Este clima enrarecido y de inminentes huelgas obreras fue perfectamente asimilado por las autoridades, las que implementaron una serie de medidas represivas: reforma a la ley de imprenta, con objeto de sancionar a los diarios y periódicos comunistas que injuriaran a las autoridades civiles y militares o incitaran a la huelga; nuevo reglamento referido al derecho de reunión en las oficinas salitreras y centros mineros, con el afán de castigar a los agitadores que instaban a los obreros a levantarse contra la autoridad (96). Junto con estas medidas, la provincia de Tarapacá y puntualmente los cantones salitreros, se encontraban copados por tropas del ejército.

Detrás de estas medidas, quedaba al descubierto cuál era la verdadera cara de la autoridad provincial y regional. Los grados de tolerancia frente a la movilización obrera disminuían en la medida que más reclamaciones hacían éstos. La polarización social se tornaba cada vez más aguda. Para muchos fochistas, no cabían ya dudas: “No recurriremos más al Gobierno ni a sus representantes, pues hasta el momento han ofrecido nada más que charlatanería y mistificaciones… haremos uso de nuestra propia fuerza organizada, que es la única de la que podemos disponer para defendernos” (97).

En este contexto de descontento social y conversaciones infructuosas entre la autoridad y los representantes del capital y del trabajo, las Sociedad Médica de Tarapacá elevaba un memorial al Presidente de la República, en el que denunciaban las paupérrimas condiciones sanitarias y de vida de gran parte de la población en la provincia (98). Las críticas se dirigían específicamente a la carencia de una red de alcantarillados, de pavimentación de las vías públicas y los altísimos costos del agua potable. El diario conservador EL NACIONAL inició desde ese momento una campaña acusando directamente al Presidente Alessandri por lo que llamaban “el abandono” de Tarapacá, abandono que explicaba la casi permanente agitación social en la región (99).

Una de las conclusiones que se logró extraer de la reunión entre Alessandri y la Comisión obrera, fue el desconocimiento existente entre las autoridades provinciales y el pueblo de la nueva legislación social. Por esta razón, Alessandri dispuso la formación de una Comisión cuyo objetivo central sería la difusión de las leyes sociales en Tarapacá. Al frente de ella quedó Gaspar Mora Sotomayor, quien, con el resto de la comisión, arribaba a Iquique el 20 de mayo de 1925 (100). Sin embargo, a esa altura la posibilidad de acuerdos, la credibilidad misma de las autoridades, era cada vez menor. A fines de mayo, los acontecimientos se precipitarían. En efecto, la escalada represiva en la región daría un salto cualitativo en Pisagua, al norte de Iquique. Allí, el gobernador capitán Labbé, imponía un duro régimen en dicho poblado. Por ejemplo, “ordenó que en todas las manifestaciones se llevara bandera nacional”, prohibiendo el uso de la bandera roja (101). Es así como el 31 de mayo de 1925, 33 dirigentes y militantes obreros fueron detenidos al pretender protestar contra las arbitrarias medidas del capitán Labbé (102). Estos fueron incomunicados a bordo del barco O`Higgins.

En Iquique, EL DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES denunciaba en durísimos términos los hechos de Pisagua, calificándolo como “un régimen que envidiaría la casta de los Romanoff” y más aún, “Mussolini, en Italia y Primo de Rivera, en España, habrían sentido temblar sus manos para firmar semejantes ultrajes a la civilización”. Se finalizaba con un contundente juicio: “no podremos creer jamás que gobernante alguno de este país pueda tener cerebro tan obtuso y criterio tan estrecho para dictar disposiciones de esta naturaleza” (103).

Según Carlos Vicuña, este tipo de opiniones fueron determinante para que el Comandante General de Armas, general Florentino de la Guarda, decretase la clausura de EL DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES (104). Sin embargo, también se clausuraba la publicación anarquista EL SURCO, cuya línea editorial apuntaba mucho más al debate en el plano teórico con los comunistas y las autoridades estatales en general, que a una denuncia activa de la represión de la autoridad provincial, como sí lo hacía EL DESPERTAR. En nuestra opinión, la clausura de la prensa obrera era sólo un indicativo más del paulatino, pero cada vez más rápido endurecimiento de la represión, política no decretada en Iquique o en Antofagasta, sino que en Santiago. Esto queda demostrado en el telegrama enviado por el ministro de la guerra, coronel Carlos Ibáñez del Campo, al Comando de la División en Iquique, a cargo de Florentino de la Guarda: “Se tiene conocimiento que el 1º de junio preparase movimiento subversivo de carácter comunista. El gobierno ordena que en caso de producirse este movimiento o confirmarse su preparación, se proceda con la mayor energía a fin de mantener orden público y libertad de trabajo.

Es indispensable desde el primer momento apresar cabecillas y retenerlos incomunicados hasta recibir orden del Ministerio y ajustando Us. sus procedimientos al estado de sitio y por consiguiente asumir el mando de todas las Fuerzas Armadas de la provincia y censurar la publicidad verbal o escrita si fuese necesario” (105).

Reproducimos in extenso este telegrama, porque es en él en donde encontramos gran parte de las claves de lo que sobrevendría unos pocos días después. De hecho, se le entregaba a la autoridad castrense el control de la provincia, y amplísimos poderes para controlar cualquier situación. Frente al endurecimiento del conflicto social, el 2 de junio el PC hizo público un confrontacional Manifiesto de su Comité Nacional (106). En él, se descalificaban los dos movimientos militares, se acusaba al Presidente de evadir la solución de los problemas sociales de los obreros y empleados en general y se denunciaban además las leyes represivas.

Ante este esquema, el PC recordaba que “la tiranía política capitalista sólo puede ser vencida en definitiva por la insurrección de las masas y el establecimiento seguidamente del poder obrero de clase”. Por cierto que es tentador para el analista ver en este párrafo una señal que anunciaba y que, más aún, explicaría el levantamiento de “Coruña”: “El día antes de sucedido los hechos, la dirección nacional del PC llamaba a la insurrección de las masas”.

Empero, a renglón seguido, es el propio Manifiesto el que aclara la verdadera orientación de la política del PC: “pero si en el momento el proletariado no está en condiciones de vencer por los medios ilegales, está en el deber de usar los medios legales que pone en sus manos la propia burguesía”. Sin lugar a dudas, que era esta última la opción de los comunistas, colaboradores inicialmente de la Junta Militar constituida con la “Revolución” del 23 de enero, llamando a inscribirse en las juntas electorales, partícipes de la Comisión Consultiva para la elaboración de la nueva Constitución, constituidores de sindicatos industriales (legales), conversando los problemas obreros con las autoridades regionales y nacionales, presentando candidatos a diputados y senadores, con prensa legal, en fin, con un accionar político que ciertamente se sentía muy cómodo dentro de mayores espacios de participación en el llamado régimen “democrático-burgués” o “tiranía política capitalista”.

En este contexto, en los primeros días de junio de 1925 se desencadenaron los luctuosos eventos en las oficinas del cantón sur de la pampa de Tarapacá. Es necesario advertir que existen variadas versiones sobre los hechos, por lo que iremos detenidamente exponiendo los hechos.

Todo se inició en el pueblo de Alto de San Antonio. En la noche del 3 de junio se celebró una reunión para tomar medidas de protesta contra la detención de trabajadores en Piragua y la clausura del DESPERTAR DE LOS TRABAJADORES (107). Según Vicuña Fuentes, ésta no pudo llevarse a cabo debido a que la autoridad local la prohibió, lo que habría dado paso a un tumulto entre la multitud y un policía que intentaba hacer cumplir lo establecido por su superior. En la refriega murió el policía, otro queda en manos de la muchedumbre y así, sin pretenderlo, ésta últimas se habían tomado el pueblo de San Antonio. Para Vicuña Fuentes, no había ninguna intención de hacer una revolución. La ocupación posterior de oficinas próximas a Alto San Antonio, como Coruña y Galicia, se hizo sólo con la intención “de distribuir racionalmente al pueblo obrero los víveres que en ellas había.”

De acuerdo a la versión del PC, mientras se llevaba a cabo la reunión en el local de la FOCH, se produjo la intervención de dos guardianes que violenta y “amatonadamente”, intentaron despejar la calle, ocupada por trabajadores que no cabían dentro del pequeño local sindical. En un incidente “que hasta ahora se oculta sin que hayamos podido obtener por nuestra parte ningún dato”, muere un número no especificado de policías. Ante estos hechos, la reunión resuelve un paro de 24 horas, asumido por varias oficinas (Coruña, Argentina, Barrenechea, San Enrique).

Lafertte cuenta que la muerte de los dos policías se habría producido en un confuso incidente cuando obreros de Coruña se dirigían desde el Alto San Antonio hacia su campamento. Para EL TARAPACA, una vez finalizada la mentada reunión, cerca de la una de la mañana del 4 de junio, dos policías (Rufino Lizola y Enrique Maya), fueron atacados a balazos por un grupo de individuos que venían saliendo del local de la FOCH, en donde se había realizado la reunión. Así muere el guardián Maya, mientras Lizola -en inferioridad numérica- alcanza a huir sin ser herido. Con el ruido de los disparos, acuden a auxiliar a Lizola tres guardianes, los que tienen un enfrentamiento con los “asaltantes”, en el cual muere uno de los guardianes, Luis Torres, con dos balazos en la cabeza. Hasta aquí, debe quedar claro, por un lado, que Alto San Antonio nunca estuvo en manos de los trabajadores, como insinúa Vicuña y que, por otro lado, los policías Maya y Torres mueren producto de heridas de bala producidas por los obreros en Alto San Antonio.

Determinar quién provocó los incidentes, es tremendamente difícil de dilucidar, ya que no contamos con los elementos como para dar una opinión terminante sobre el tema. En todo caso -adelantando algunos conceptos que desarrollaremos posteriormente- nos parece inverosímil la tesis sobre la espontaneidad de la revuelta, debido a los sucesos que posteriormente ocurrirían. Es decir, en Alto San Antonio la FOCH y el PC habían adoptado una postura insurreccional. En el despertar del 4 de junio, la oficina Coruña iniciaba su paralización de actividades.

Para el PC, de nuevo en un “confuso” incidente, muere el jefe de la pulpería de la oficina Luis Gómez Cervela. El punto que le interesaba destacar al PC es que esta muerte no era parte de una sublevación y que a la autoridad le habría bastado la investigación del delito y la aprehensión de los captores, sin necesidad de la masacre.

EL TARAPACA diverge completamente de esta versión. La muerte de Gómez Cervela se habría producido de la siguiente forma. Como a las 09:30 de la mañana de ese 4 de junio, los trabajadores de Coruña se habían tomado el polvorín de la oficina. Luego de esto, se dirigieron a la pulpería, en donde Gómez Cervela los enfrentó a balazos, resultando herido de muerte este último y heridos el Sereno Mayor de la oficina y el agente viajero Pedro Olivares.

Lafertte sigue con su pintoresca versión. La muerte de Gómez Cervela se produjo debido a que éste golpeó a la mujer de un pampino, quien reaccionó violentamente, dándole muerte al pulpero. A la luz de lo que ocurría en otras oficinas y a las dimensiones de los hechos, nos parece bastante simplista -por decir lo menos- la explicación del mítico líder comunista. En efecto, según Lafertte, la represión se desata para reprimir estas muertes.

Nada se dice de oficinas tomadas o paralizaciones parciales de éstas.

Lo que sí es seguro es que ese mismo día 4 son tomadas por los trabajadores las oficinas Resurrección, Felisa, Pontevedra, San Enrique y Santa Lucía, registrándose enfrentamientos en las de Barrenechea y Argentina (108). De acuerdo al relato del teniente-coronel Acacio Rodríguez, quien dirigió el “combate” de Coruña, el ataque para recuperar el control de la oficina no se hizo el mismo 4 de junio, sino que al día siguiente. Las razones eran de índole de seguridad, ya que sólo a las 16:00 habían llegado a la oficina, por lo que se hizo tarde para realizar un ataque diurno.

Según relata el hermano del pulpero muerto, Abel Gómez Cervela, presente en la “batalla” de Coruña, “el ataque…se realizó con toda inteligencia. La artillería…dirigió sus fuegos en forma muy prudente (sic) sobre la oficina…Por espacio de casi una hora se ha mantenido el fuego y creo que se han disparado no menos de 50 tiros de la artillería…que protejió el avance de la caballería y de la infantería, que iba a retaguardia con las ametralladoras de los marinos…” (109). Lo que no puede dejar de llamar la atención, es que los únicos muertos que tuvo la autoridad durante todo el conflicto, serían los policías Luis Custodio Torres y Enrique Maya. Entonces, el tremendo ataque descrito por Abel Gómez, seguramente era débilmente respondido desde la oficina. Tan débilmente, que fue incapaz de producir bajas.

Esta ausencia de bajas en las tropas represoras, también puede perfectamente llevarnos a especular que, en realidad, los trabajadores no ofrecieron resistencia, siendo masacrados prácticamente a sangre fría.

Lo concreto es que la represión se propagó por toda la pampa de Tarapacá. La oficina San Enrique, estuvo en poder de los pampinos hasta el 6 de junio, siendo necesario para recuperarla, “emplear algunas ametralladoras” (110).

En Huara, fue allanado el local de la FOCH, tras un supuesto ataque de los trabajadores contra la policía. En él, “el capitán señor Mella se libró milagrosamente. Una bala le entró en la manga derecha, saliendo libremente sin herirlo”. En la oficina Santiago, se decía que los obreros habían incendiado la pulpería (111).

En Maroussia, las versiones de prensa deban cuenta de un hecho insólito. Hubo un ataque contra “un sarjento del Rejimiento Granaderos al que lo atacaron logrando quitarle el fusil…(con el que) le dispararon cinco tiros, pero solo uno lo hirió en la cabeza, levemente.

El sarjento…desenvainando su sable, atacó sablazos a los asaltantes, logrado ahuyentarlos, matando a uno” (112). Podríamos seguir entregando este tipo de testimonios dados tanto por EL TARAPACA como por EL NACIONAL, pero, para resumirlos, se multiplica la sospechaso versión de que nunca hubo muertos de parte de las fuerzas de orden y unos “pocos” entre los “asaltantes”. Por otro lado, nos inclinamos a pensar que los movimientos producidos en el resto de la pampa tarapaqueña, fueron fundamentalmente para solidarizar con sus compañeros del Cantón Sur y defenderse de la feroz represión desatada por las autoridades.

Carlos Vicuña y el PC entregan versiones acerca del nivel alcanzado por ésta. Aclaramos que son testimonios nunca probados, ya que no se encarceló a ninguna autoridad por estos hechos. Por ejemplo, Vicuña habla de fusilamientos masivos de hombres, mujeres y niños; hacer cavar sus propias fosas a los individuos que serían fusilados, etc. Por su parte, el PC denunciaba la práctica implementadas en las oficinas de detenciones y ejecuciones dirigidas (contra los dirigentes) y al azar (113).

Junto a la masacre, surgieron los mitos. El más llamativo es el que se tejió en torno al que, de acuerdo a las versiones de la prensa conservadora, sería el Comisario del Soviet de Tarapacá, Carlos Garrido, muerto durante la “batalla” de Coruña, el 5 de junio.

¿Quién era este singular personaje?. Al momento de la masacre, era secretario general de la sección sindical de la FOCH en Coruña. Lafertte, seguramente con el afán de desligar responsabilidades políticas frente a los hechos, lo tipifica de anarquista, insinuando que por esta razón los hechos se radicalizaron en Coruña. Justo Zamora rememora que Garrido era comunista, lo cual se ratifica por ser el encargado de la FOCH en la oficina.

Evidentemente, ocupar un cargo de dirigente en la FOCH -por modesto que sea- era completamente incompatible con una militancia anarquista.

Para la prensa conservadora iquiqueña, Garrido fue el símbolo más genuino del mal. Era descrito como de unos “1.58 (mts), de color más bien moreno que blanco, de regular constitución…se recortaba cuidadosamente el bigote negro” (114). Pero desde el jueves 4 de junio, “el generalísimo Garrido, o sea el émulo de Lenin, había cambiado de traje….empezó a usar una casaca obscura, color piel tigre, una gorra de cosaco de piel roja y se terció una gran cinta roja….montaba en un brioso caballo…y al frente de los demás ajitadores, dirigía los movimientos de asaltos y capturas” (115). Si bien se discrepaba acerca de su vestimenta, todas las versiones lo daban como el líder del movimiento en Coruña, y como el autor material de los balazos que le costarían la vida al pulpero Luis Gómez Cervela (116).

Más allá de detenernos acerca de la veracidad o no de que Garrido constituiría un Soviet en Tarapacá (117), nos interesa este personaje como punto de entrada hacia una posible explicación del origen de la matanza de Coruña. En su recuerdo, Justo Zamora recuerda los comentarios sobre Garrido como un dirigente “extremista” dentro de la FOCH. Más aún, reconoce que “yo en ese tiempo le encontraba (hasta) cierto punto razón. Pero parece que la razón no iba por ahí. No eran las condiciones las mismas para que eso (un levantamiento armado) prendiera en toda la pampa. Eso no prendió en toda la pampa, fue en un sector nada más”. Justo Zamora reconoce además, no sin cierta amargura, que la toma de Coruña y las oficinas más cercanas (Pontevedra, Felisa, etc.), “cierta preparación tuvieron, pero yo no supe nada de eso. Era de la FOCH, pero no supe nada, porque ellos lo hicieron ahí en ese sector” (118).

Analizando el conjunto de antecedentes recopilados durante la investigación en la que se sostiene este artículo, hemos concluido que en Alto San Antonio y específicamente en Coruña, se incubó un núcleo de dirigentes locales de la FOCH, insatisfechos con los resultados obtenidos con las movilizaciones anteriores, que se propuso darle un nuevo carácter a la nueva oleada huelguística. Seguramente pretendían tomarse las salitreras como una demostración de fuerza ante la autoridad, ya que al parecer no se conmovía con la simple paralización de actividades.

Consideramos que en el levantamiento del cantón sur de Tarapacá, existió una acción concertada. Es la única explicación posible ante la toma simultánea de oficinas pertenecientes a dicho cantón, ya que en Huara y Pozo Almonte, no hubo toma de oficinas, sino más bien una reacción posterior a los hechos, surgida a raíz de la represión producida a propósito de los sucesos ocurridos en el cantón sur.

Es decir, planteamos que los sucesos de Coruña fueron un fenómeno local, nacido en la pampa, y que no respondía a una orientación nacional de la FOCH y de PC. Por el contrario, la dupla FOCH-PC, como hemos demostrado a lo largo de este trabajo, practicaba una política distante de insurrecciones y levantamientos armados. Su campo de acción era la lucha legal, dentro de los márgenes sistémicos. Sólo el desconocimiento de lo que había pasado y lo que estaba pasando, produjo la errática conducta comunista los días inmediatamente posteriores a la masacre.